Rebecca Solnit
Quienes se enfrentan a inundaciones e incendios no pueden permitirse perder la esperanza. Nosotros tampoco deberíamos.
Transcripción y traducción en español por el equipo de PUENTES del podcast en inglés:
Rebecca Solnit on hope, despair and climate action
Cuando uno se enfrenta a la esperanza, se enfrenta a sus contrarios y oponentes: la desesperación, el abatimiento, el cinismo y el pesimismo. Y, yo diría, el optimismo. Lo que todos estos enemigos de la esperanza tienen en común es la confianza en lo que va a ocurrir, una falsa certeza que excusa la inacción. Tanto si te sientes seguro de que todo se va a ir al infierno como si crees que todo va a salir bien, no te sientes inclinado a actuar. Todas estas posturas menoscaban la participación en la vida política en tiempos ordinarios, y en el movimiento por el clima en estos tiempos extraordinarios. Por lo general, son erróneas en su análisis y perjudiciales en sus consecuencias.
No actuar es un lujo que no tienen quienes se encuentran en peligro inmediato, y la desesperación algo que no pueden permitirse. Pero la desesperanza está a nuestro alrededor, diciéndonos que los problemas son irresolubles, que no somos lo bastante fuertes, que nuestros esfuerzos son en vano, que a nadie le importa realmente y que la naturaleza humana es fundamentalmente corrupta. Algunos defienden su punto de vista como evangelistas, no sólo rindiéndose a la derrota, sino haciendo campaña vigorosamente en su favor. Me he encontrado con muchos de ellos desde que empecé a hablar de la esperanza hace casi 20 años.
En 2003 escribí un ensayo titulado "Esperanza en la oscuridad" que se convirtió en el libro de 2004 de ese título. Respondía a la crisis del momento: la invasión de Irak por parte de la administración Bush, que, al igual que la invasión de Ucrania por Vladimir Putin en 2022, tiene que ver con la forma en que los combustibles fósiles alimentan el despotismo, la violencia y la corrupción. Lo que vi a mi alrededor, en amigos y aliados y en el movimiento antibelicista estadounidense, fue una serie de saltos. Empezaron con "no paramos la guerra" -lo cual era cierto, aunque la oposición la retrasó y cambió su forma- y pasaron de ahí a una cascada de conclusiones que no eran ciertas: "no hicimos nada"; "no tenemos poder"; "nunca ganamos"; "no podemos ganar".
Lo que me motivó a escribir el ensayo no fue sólo el deseo de mitigar el dolor y la sensación de impotencia que surgieron cuando estalló la guerra. Fue el regocijo que me produjo el sentido de la historia y la teoría del cambio que había aprendido, tanto como estudiante del pasado como testigo, y a veces participante menor, de la creación de la historia en el presente. Si no se tiene una visión a largo plazo, no se puede ver cómo se construyen las campañas, cómo cambian las creencias, cómo lo que antes se consideraba imposible o descabellado llega a convertirse en el statu quo, y cómo el último medio siglo ha sido un periodo extraordinario de cambio para la sociedad, las creencias y los valores. Hoy puede parecer lo mismo que ayer, pero esta década es profundamente diferente de la anterior.
En la docena de años anteriores a 2003, había visto cómo los pueblos indígenas de América se alzaban, tomaban el poder, reescribían la historia, reivindicaban sus derechos, su lengua, su orgullo y sus ceremonias. Intuía que estos pueblos relegados al pasado -a los que se les había dicho que estaban condenados y que sus costumbres eran arcaicas- serían líderes cruciales en el futuro que necesitábamos. Esto ha sucedido de manera importante, tanto conceptual como prácticamente. Las ideas indígenas sobre nuestra inseparabilidad y responsabilidad con el mundo natural han reconfigurado la imaginación moral de muchos de nosotros. Los pueblos indígenas son líderes climáticos y protectores de la tierra en todo el mundo. Un estudio realizado en 2021 por la Indigenous Environmental Network y Oil Change International (de cuya junta formo parte) documenta que, en Norteamérica, los esfuerzos liderados por los indígenas han detenido o retrasado en la última década lo que equivale al menos a una cuarta parte de las emisiones de gases de efecto invernadero de Estados Unidos y Canadá.
Se trata de los descendientes de personas que se enfrentaron, como escribió recientemente mi amigo el organizador climático Yotam Marom, al fenecimiento de su mundo y, en aspectos importantes, no se rindieron. Como dijo recientemente Julian Aguon, un activista climático de Guam, los pueblos indígenas son los que "tienen una capacidad única para resistir a la desesperación a través de la conexión con la memoria colectiva y que podrían ser nuestra mejor esperanza para construir un nuevo mundo basado en la reciprocidad y el respeto mutuo, por la Tierra y por los demás". El mundo que necesitamos. El mundo de nuestros sueños".
El énfasis de Aguon en la memoria colectiva nos dice lo que el teólogo estadounidense Walter Brueggemann ha expresado de otra manera: "La memoria produce esperanza del mismo modo que la amnesia produce desesperación". El pasado nos equipa para afrontar el futuro; la continuidad de la memoria nos dice que somos a la vez descendientes y antepasados. Quizá los asombrosos cambios del pasado nos equipan para imaginar que hay un porvenir, y para no confundir la incapacidad de imaginar un futuro con la imposibilidad de tenerlo.
Antes de que escribiera aquel ensayo de 2003, otros acontecimientos habían empezado a alimentar mi sentimiento de esperanza, entre ellos el colapso imprevisto primero de los estados satélites soviéticos de Europa del Este en 1989, mediante la acción directa no violenta tras largos años de organización, y después la desintegración de la propia Unión Soviética en 1991, que puso fin a la Guerra Fría. Nadie lo vio venir, lo que me enseñó que la historia está llena de rupturas y sorpresas. Más allá de eso, vi enormes cambios en la situación de las mujeres, las personas de color, las personas con discapacidad y las personas queer, gracias a los movimientos y a innumerables actos cotidianos de coraje y rebeldía por parte de miembros individuales de esos grupos.
Vi cómo las nuevas ideas suelen viajar desde los márgenes y las sombras hasta el centro, hasta el primer plano donde las personas -jueces, presidentes, primeros ministros, organismos internacionales- toman las decisiones. Si no se sigue la secuencia de los acontecimientos durante años o décadas, se puede creer que son los poderosos los que dictan el cambio, en lugar de ver que el cambio empezó desde fuera y desde abajo, y fue creciendo hasta que los poderosos se vieron obligados a ratificarlo.
Vi que los que se supone que no tienen poder -escritores y académicos, organizadores y movimientos de base, visionarios, los menospreciados y olvidados- han cambiado el mundo una y otra vez. Aprendí algo de esto de primera mano como activista antinuclear y miembro, desde 1992 hasta 1995 aproximadamente, del Proyecto de Defensa de los Shoshone Occidentales, una campaña por el derecho a la tierra dirigida por las rancheras matriarcales y hermanas Mary y Carrie Dann, desde su tierra ancestral en el este de Nevada.
Y así, en la era Bush, salí a la carretera para intentar, como había instado Jesse Jackson en su campaña presidencial de 1988, "mantener viva la esperanza". Me encontré con muchos tipos de respuestas: alivio, alegría, buenas preguntas, historias impactantes y, a veces, rabia. La rabia, para mi sorpresa, procedía sobre todo de personas blancas de clase media. Parecían ver la desesperación como una forma de solidaridad y la esperanza como una traición. Por debajo de todo esto estaba, por lo que pude ver, la presunción de que cualquiera que fuera la causa en cuestión, estaba condenada y por lo tanto podíamos empezar a lamentarnos de inmediato.
Pero no hay que llorar a los que no están muertos. Hacerlo, es meter a los vivos en ataúdes; al menos en tu imaginación. Desde el siglo XIX hasta la década de 1990, a los nativos norteamericanos se les dijo con regularidad -a través de obras de arte y de burócratas y carteles en museos y parques nacionales y libros de historia- que su desaparición cultural o literal era inevitable. Los no nativos lo creían. He conocido a nativos a los que les dijeron a la cara que estaban extintos. Las personas que decían estas cosas solían simpatizar con quienes consideraban víctimas de la historia, pero contaban esta historia de forma que la reforzaban.
La misma historia dañina se cuenta de las comunidades en primera línea ante el cambio climático, cuando se sugiere que no pueden ganar y que no tienen futuro; pero, como señala Aguon, estas mismas comunidades son ferozmente esperanzadoras. Las profecías siempre se autocumplen en parte: al promover el resultado que describen, lo hacen más probable. En esto podemos distinguirlas de las advertencias, que asumen que el resultado está aún por decidir, y nos instan a alejarnos de la peor versión. "Podrías ser aniquilado" es una afirmación muy diferente de "Serás aniquilado". Una incluye margen para actuar; la otra pone clavos en el ataúd.
Para aquellos de nosotros cuyas vidas ya son fáciles, rendirse significa hacer la vida aún más fácil, al menos en términos de esfuerzo. Para los directamente afectados, significa rendirse a la devastación. Rendirse en su nombre no es solidaridad. Y dudo que alguien en una situación desesperada se haya consolado alguna vez con la idea de que en algún lugar mucho más seguro hay gente amargada y abatida en su nombre.
En ocasiones, quienes están desesperados se sienten amargados y agotados, pero a menudo se muestran obstinadamente esperanzados. Aunque digan que no tienen esperanza, su perseverancia es en sí misma una especie de esperanza, un rechazo a rendirse. La desesperación puede ser verdadera como emoción, pero falsa como análisis. Incluso cuando es realista como análisis, muchos se levantan y resisten por principio. He visto ese espíritu de resistencia en las comunidades que se encuentran en primera línea de la lucha contra el cambio climático. Por eso los Guerreros del Clima del Pacífico, que hacen campaña en 15 naciones insulares del Pacífico amenazadas por el aumento del nivel del mar, dicen: "No nos ahogamos. Estamos luchando".
Cuando escribí "Esperanza en la oscuridad", me inspiré en los zapatistas, los indígenas visionarios que se levantaron en 1994 contra siglos de genocidio continuado por el gobierno mexicano y los terratenientes de Chiapas. Tenían esperanza cuando en 2019, 25 años después de su revolución, los zapatistas reclamaron 11 nuevos territorios, como queda claro en los nombres que eligieron para dos de ellos: "Esperanza de la Humanidad" y "Floreciendo la semilla rebelde".
Así era la Coalición de Trabajadores de Immokalee, un grupo de trabajadores agrícolas inmigrantes, a menudo indocumentados, de Florida que libraban batalla tras batalla contra las grandes potencias y ganaban. Consiguieron mejores salarios ganando campañas contra las mayores cadenas de comida rápida y supermercados de Estados Unidos; lucharon contra la esclavitud moderna en los campos y enviaron a la cárcel a los dueños de las granjas que los esclavizaban, y nunca dejaron de hacerlo. La mayoría de las personas a las que se les hubiera pedido que apostaran, por ejemplo, entre trabajadores agrícolas indocumentados y McDonald's, habrían apostado por estos últimos, y habrían perdido.
En los años posteriores a 2003, hablé sobre la esperanza a muchas audiencias. Una de las más memorables fue la de un grupo de personas de clase trabajadora de muchas razas, estudiantes nocturnos de un colegio comunitario de Tacoma, en el estado de Washington. Les pedí sus puntos de vista y escribí después: "Algunos tenían recuerdos del movimiento por los derechos civiles, otros se identificaban con sus compatriotas mexicanos que se habían alzado como zapatistas, y una mujer menuda y elegante de más o menos mi edad dijo, con voz de una claridad de campana: 'Creo que es cierto'. Si no hubiera tenido esperanza, no habría luchado. Y si no hubiera luchado, no habría sobrevivido a Pol Pot". Fue una declaración impresionante, de una inmigrante camboyana cuya esperanza debía de ser pequeña y limitada en aquel momento: simplemente sobrevivir". Pero era esperanza.
Proclamar la derrota de alguien o de algo contribuye a ella. Es una forma de sabotaje. Esto es tan cierto en el movimiento climático como en cualquier otro; de hecho, está plagado de derrotistas y agoreros. Recuerdo que nunca íbamos a detener el oleoducto Keystone XL, o eso decían los expertos de sillón que, al desalentar la participación, básicamente hacían campaña a favor de ese resultado. El KXL recibió el golpe mortal a principios de 2021, pero muchas campañas y el movimiento climático en su conjunto serían mucho más fáciles sin este menosprecio, que sirve de freno cuando necesitamos aceleradores.
A menudo me encuentro con personas que no están tan comprometidas como los activistas del clima ni tan informadas como los científicos del clima, que proclaman con confianza que a nadie le importa, que nadie está haciendo nada, que los problemas son insolubles, que las soluciones no existen o no funcionarán, y a menudo incluso alguna versión de "La vida en la Tierra terminará pronto" o "Todos vamos a morir". A veces estas cosas las dicen personas ansiosas y abatidas, y mi corazón está con ellas, sobre todo si son jóvenes. (El proyecto nottoolateclimate.com que dirijo con Thelma Young Lutunatabua es para ellos: un sitio web, un libro de próxima aparición y una serie de charlas, todo ello ofreciendo buenos datos y marcos de referencia).
Pero a veces, los poderosos parecen decirlo triunfalmente, más deseosos de convencer a los demás que de cuestionar sus propias suposiciones o escuchar a los científicos. No pocas personas (sobre todo hombres blancos, al parecer), convencidas de su propia competencia, escriben gritos de derrotismo y catastrofismo. Como declaró la periodista climática Emily Atkin en 2019: "Estoy cansada de tener que pasar horas analizando y refutando informes climáticos desastrosos y a la vez taquilleros de tipos que aparentemente se despertaron unas mañanas antes y decidieron que eran periodistas climáticos." Esos "tipos primerizos del clima", como los llama Atkin, suelen malinterpretar la ciencia, los movimientos y la voluntad popular.
Otros parecen ansiosos por dar noticias alarmantes e incapaces de interpretar datos complejos o de comprobar su credibilidad, como ocurrió con un periódico escocés que en la primavera de 2022 publicó en portada un artículo en el que malinterpretaba una fuente ya de por sí dudosa para anunciar que el océano Atlántico estaba prácticamente muerto. La noticia provocó la desesperación de la gente, demasiado dispuesta a someterse a la presunta autoridad de un periódico. Me sigue desconcertando que algunas personas quieran contribuir así a la conversación pública; para mí es como llevar veneno a la mesa del comedor.
Algún pobre generalista de California escribió hace poco un editorial sobre cómo abordar el hecho de que "a los estadounidenses no les importa el cambio climático", y con ello provocó mi bombardeo con enlaces a pruebas de que, si bien eso pudo ser así alguna vez, muchos estudios recientes demuestran lo contrario. La mayoría de los estadounidenses creen que el apoyo a la acción por el clima es mucho menor de lo que es en realidad, otro obstáculo a superar, uno que este columnista estaba reforzando. En este caso, el escritor parecía simplemente desinformado sobre la opinión pública; pero otros ven la desesperanza como una identidad, un estilo, una armadura que ponerse antes de aventurarse por el mundo.
Profetizar la fatalidad es afirmar que uno tiene poderes de adivino. Adoptar una postura cínica es esforzarse por parecer de mundo, posicionarse como alguien a quien no se puede engañar, aunque el cinismo suele ser insensato respecto a lo que es posible y cómo funciona el mundo. Pocas veces he visto que se arremeta contra la gente por equivocarse al predecir la derrota y la destrucción, mientras que quienes sugieren que podría ocurrir algo positivo suelen ser objeto de burla y desprecio en cuanto abren la boca. Tal vez sus detractores confunden la apertura a la posibilidad de cambio con la ingenuidad; tal vez valoran más la certeza que la posibilidad. La incertidumbre conlleva su propia ansiedad, pero debemos aceptarla porque es la naturaleza esencial del futuro.
Los partidarios de la desesperación ofrecen el mismo mensaje que las instituciones que nos rodean: que el poder reside en unos pocos, en la cima. Parte de la resistencia debe consistir en negarse a creerles, y esto puede reforzarse con mejores versiones de la historia y teorías del cambio. Éstas pueden incluir que los poderosos se aterroricen cuando la gente corriente ejerce su poder. Esto se ha puesto de manifiesto desde el movimiento antiglobalización de finales de los noventa hasta Occupy Wall Street y la Primavera Árabe de 2011, pasando por las protestas de George Floyd de 2020, así como en la respuesta del poder al propio movimiento por el clima.
También es instructiva la forma en que las grandes acciones de éxito suelen empezar siendo pequeñas. Las mujeres de Nueva Inglaterra que vendían delantales para recaudar fondos contra la esclavitud en la década de 1840 no podían suponer que sus contribuciones ayudarían a crear un movimiento para abolir la esclavitud en Estados Unidos; una adolescente sueca solitaria que protestaba contra la inacción climática no podía esperar razonablemente que su impacto fuera inmenso.
Lo que nos motiva a actuar es la sensación de posibilidad dentro de la incertidumbre, de que el resultado aún no está totalmente determinado y de que nuestras acciones pueden contribuir a darle forma. Esto es lo que es la esperanza, y todos estamos llenos de ella, todo el tiempo, de pequeñas maneras. Plantamos una semilla con la esperanza de que crezca y de que estemos cerca para verla crecer, para admirar la flor o comer el fruto. Compramos dos kilos de harina con la esperanza de que viviremos lo suficiente para poder hornear tanto; compramos un billete para un viaje con semanas o meses de antelación. Puede que nos atropelle un autobús cuando salimos a tomar un café, pero esperamos estar vivos para bebérnoslo entero y seguir con nuestro día.
A menudo he sentido la depresión como la desesperanza de que lo sombrío del presente cambie alguna vez; como esos estados de ánimo en los que nada parece merecer la pena y los obstáculos para que algo mejore parecen insuperables. La disciplina y las rutinas han sido una forma de mantener a raya la melancolía. Pero también he aprendido que la sensación de que nada va a cambiar no es más que meteorología mental, y que la historia está totalmente a favor del cambio. Eso también me ha ayudado, y por eso intento distinguir entre la desesperación como sentimiento y como pronóstico.
Si somos capaces de reconocer que no sabemos lo que va a ocurrir, que el futuro aún no existe pero se está construyendo en el presente, entonces podemos animarnos a participar en la construcción de ese futuro. Podemos ser lo bastante hábiles para realizar esfuerzos dirigidos, y al mismo tiempo, lo bastante sofisticados para saber que los resultados siguen siendo impredecibles. Muchos actos han tenido un enorme impacto positivo pero no de forma inmediata o directa, por lo que aprender a valorar las consecuencias lentas e indirectas es crucial para reconocer la naturaleza del cambio.
La esperanza desinformada y equivocada conduce al esfuerzo infructuoso y a la decepción. Una de las complejidades del activismo contra el cambio climático es que hay mucho que desear, pero dentro de los parámetros de lo posible. Por ejemplo, los científicos nos dicen que, con un esfuerzo rápido y heroico, podemos estabilizar la temperatura global, pero eso no impedirá que las capas de hielo se derritan y que los mares suban durante siglos (aunque sí ayudará a reducir el ritmo y el alcance de ese deshielo). Podemos hacer campaña en favor de soluciones probadas e innovaciones honestas, y no dejarnos engañar por las distracciones, las tácticas dilatorias y las falsas soluciones que ahora impulsan los mismos intereses que en su día nos trajeron el negacionismo climático.
Tener esperanza es arriesgarse. Es arriesgarse a perder. También es arriesgarse a ganar, y no puedes ganar si no lo intentas (aunque la campaña pueda ganarse sin ti). Nosotros, que tenemos vidas materialmente seguras y cómodas, y que formamos parte de sociedades que aportan la mayor parte de los gases de efecto invernadero, no tenemos derecho a rendirnos en nombre de los demás. Tenemos la obligación de actuar en solidaridad con ellos. Esto empieza por reconocer que el futuro aún no está resuelto, porque lo estamos decidiendo ahora.